Durante años tuve como referencia literaria El arte de quedarse solo, un ensayo de Guillermo Díaz-Plaja publicado a origen en la revista Cruz y Raya (enero 1934). No sé si fue un error aceptar aquella invitación de que «lo que importa es quedarse solo», porque quien de verdad me disgustaba no era el medio que me empujaba al apartamiento, sino yo mismo. Una cuestión de temperamento, sin más.
En todo caso, ese de Díaz-Plaja me parece un título de verdad afortunado para un recorrido poético erudito por la soledad como horizonte y como recurso vital de supervivencia, que la publicación avasalladora de la vida entorpece, dice el autor siguiendo a Ortega. Eso era en 1934; ahora, cuando termina la segunda década del siglo XXI, la publicación obscena y masiva de la propia vida es una avalancha, una pandemia, algo tan repulsivo como al parecer ineludible. Eres tanto en cuanto te exhibas sin pudor. Cada día se hace más difícil ese aislamiento creativo del que hablaba María Zambrano porque sin ruido la propia obra poco vale.
«La publicación obscena y masiva de la propia vida es una avalancha, una pandemia»
Séneca, en una de las cartas a Lucilio que más veces he citado, recomendaba al que buscaba la soledad que no pusiese cartel de solitario. Lo escribí en algún lado y el escultor Jorge Oteiza creyó que iba por él, y me llamó por teléfono enojado. Acabó regalándome Las elegías de Duino, de Rilke, otro solitario, en Duino y en su torre de Muzot. Soledad creadora del poeta y del artista en su taller que no está al alcance de todo el mundo. Oteiza era mucho de retirarse a sus eremitorios, pero armando ruido. No era ni es el único que lo hace; y es que, si la soledad del artista no se publicita, no tiene interés alguno. Y mejor no confundir soledad con misantropía, arrogante máscara del orgullo y la soberbia: si no eres el centro del mundo estás solo. Mal asunto y peor enfermedad esa porque suele ser incurable.
La soledad (como el fracaso) tiene un prestigio estético, literario y filosófico que el bullebulle no tiene —prestigio que ningún consuelo aporta a quien padece el drama íntimo de la soledad frente a su particular muro—. Solo está el hombre de las multitudes, confundido en ellas, uno entre muchos, solo y arropado en falso, al que se le atribuyen valores de Robinson, como esos «robinsones de sombrero hongo que pueblan las ciudades», animados por la preocupación ética, el rechazo del todo vale y el provecho inmediato —eso lo decía Baroja, pero Baroja fue un Robinson doméstico y con servicio— y cuyo papel reclama todo zascandil que con fundamento dudoso se siente Robinson de las ciudades, pero sabe que sin cuadrilla y sin eco mediático no es nadie, nada, y ese es un riesgo que hoy día pocos corren. Mejor los sucedáneos de compañía que la soledad extrema. Robinson/Selkirk se quedó solo en Juan Fernández por amotinado, por negarse a pilotar un barco podrido de broma. Hoy te puedes quedar de verdad solo, aislado socialmente, a nada que vayas en la dirección contraria del común y del dictado del Petronio del pensamiento de turno.
«¡Solitarios del mundo, uníos!», exclamó Eugenio d’Ors en 1947, a la muerte del escritor falangista y pamplonés Ángel María Pascual, un auténtico náufrago, él sí, en una ciudad de la que habían escapado todos los que querían medrar en el nuevo régimen y desde lejos, y con el susto metido en el cuerpo, aplaudían aquella soledad del poeta valioso y poseedor de talentos que otros no tenían, pero perdido y náufrago en su capital de tercer orden. Alguien que, a pesar de todo, estaba convencido de que las geografías nada significan y que se puede emprender el periplo celeste desde el propio corazón. Algo tan hermoso como temible en tiempo de ruido mediático. La Flecha de fray Luis la suele ponderar el que se perece por la gran ciudad y su ruido, y en su intimidad teme verse obligado al escenario del ni ser envidioso ni envidiado, que hoy por hoy es el de la inexistencia.
«La soledad (como el fracaso) tiene un prestigio estético, literario y filosófico que el bullebulle no tiene»
Solo quien ha vivido en la soledad del mundo rural sabe en qué dan las fantasías Walden, hoy tan recurrentes, pero raro es el que corre el riesgo social de retirarse, emboscarse y refugiarse en la soledad. Lo normal es que den en el soliloqueo, esto es, en loquear en solitario, que no hablar de manera fructífera con uno mismo, porque eso también se apaga. En la verdadera soledad y su aislamiento suelen crecer el miedo, la sospecha como tono vital y los fantasmas. Guevara, en su Alabanza de aldea, aconsejaba a quien quisiera quitar la corte y refugiarse en las soledades de la aldea «tener buen seso». También decía que para quien lo que de verdad le gusta es el zascandileo de la corte, retirarse equivalía a empezar a cavar la fosa.
La otra cara de la soledad es esa que no es buscada y que de esteticista o literaria no tiene nada y de desesperanza, mucho. Si el cine se ha ocupado de ella, causa terror y se reputa sin más mera truculencia. Es la soledad de los invisibles. Pienso en los ancianos recluidos en residencias que resultan morideros y muchas veces abandonados en ellas; pienso en los que viven como pueden en domicilios últimos acechados por inmobiliarios y rateros, en barrios degradados de los que no tienen salida; poco importa que la ciudad sea Londres o Madrid. No se trata de ciudades, sino de un clima social que va más allá de un país concreto. La ola de calor que padeció Francia hace unos años causó víctimas cuyos cuerpos nadie reclamaba.
Pienso en la soledad de quien fallece encerrado en normas burocráticas porque tiene el capricho de no fallecer en horas de visita. Quien ha asistido a un moribundo consciente sabe lo que pasa en ese momento y lo que no.
Soledad del que fallece olvidado frente a un televisor hasta que los okupas derriban la puerta. Pienso en familias que se adelgazan hasta hacerse inexistentes. Soledad del que no tiene a nadie con quien cruzar unas palabras y lo busca, a riesgo de ser tomado por demente o importuno; mucho más que mera palabrería sentimental. A veces, para comprobarlo basta cambiar de barrio. Esa gente existe y está sola, dramáticamente sola y no hay poesía que alivie su zozobra. Frente a eso, los dengues líricos o las disquisiciones retóricas y con público de estar solo o sentirse solo, no pasan de ser imposturas o miopías incurables por muy doloroso que pueda ser.
Pienso en la incurable soledad del que se ha extraviado en las redes sociales, algo cada día más común, creyendo que tiene amigos, que lo suyo son conversaciones, que el mirarse a los ojos o darse la mano es ya lo de menos. ¿Estamos menos solos? Lo dudo. Estamos enredados, embarullados.
La soledad del que no es creído en su desdicha, del que no tiene medios de defenderse contra los abusos que padece, del que no es escuchado, del desempleado, del que padece la espantosa enfermedad de la depresión —algo difícil de explicar a quien no la conoce— y del enfermo incurable que de pronto descubre una soledad que desconocía. Las soledades se multiplican, las relaciones humanas se deterioran, el aislamiento sombrío se propaga, y ese parece no una epidemia, sino un lugar común del que escapamos como podemos, convencidos de que no va con nosotros, de que la soledad del prójimo (si es que llegamos a verla) puede ser contagiosa y lo mejor es apartarse y apartarlo. Y así vamos tirando.