Todos tenemos un pasado. Y no me importa confesar el mío. Durante 17 años, di clases de Ética en la Universidad.
Ser profesor de Ética conlleva múltiples inconveniencias. Está acreditado, por ejemplo, que tales docentes no nos portamos con más moralidad que los demás, sino incluso somos un poco más inmorales. Los expertos en Ética telefonean menos a sus madres que el común de los mortales, verbigracia. O roban hasta un 50% más de sus libros en bibliotecas.
La hipocresía es otro defecto que nos aqueja: aunque, de media, los especialistas en Ética recomiendan a la gente donar un 7 % de sus ingresos, luego, en la práctica, ellos suelen dedicar tan solo un 4% de su sueldo a tan caritativos fines. Se diría que todos estos estudios corroboran, con un siglo de retraso, al menos la primera parte de lo que Oscar Wilde ya detectó: «Un hombre que moraliza es, casi siempre, un hipócrita; y una mujer que moraliza es, invariablemente, fea».
Haber impartido la asignatura de Ética acarrea también secuelas. En mi caso, no es improbable que amables interesados se pongan en contacto con un servidor para solicitarle alguna conferencia, o algún texto, sobre «valores éticos». «Señor Quintana Paz, ¿podría venir a darnos una conferencia sobre la ‘educación en valores’, si es tan amable?». «Miguel Ángel, ¿te apetece acercarte a hablar a mis alumnos acerca de los valores que importan más?». «No te preocupes de la remuneración por esas charlas, por cierto; como sabemos que criticoneas a los profesores hipócritas, nos ocuparemos nosotros mismos de donar toda tu retribución a alguna ONG».
Es en esas situaciones cuando percibo la necesidad de un artículo como este. Pues lo que voy a intentar explicar aquí es que, en contra de lo que piensa mucha gente, no hay nada especialmente bueno en defender «valores éticos». De hecho, tales «valores» suelen ser un caballo de Troya de cosas que, si nos detuviésemos a reflexionarlas, pronto captaríamos que no nos gustan tanto.
Eso sí, despejemos malentendidos desde el inicio: desconfiar, o netamente repudiar, los valores éticos, no significa desdeñar también la ética. Este no es un artículo en defensa de la inmoralidad, tampoco a favor de la amoralidad, sino en pro de una moralidad mejor.
«Cuánto mejor sería que las escuelas retomasen la costumbre de educar en virtudes»
Así, al despachar aquí las usuales monsergas de hoy día sobre los valores éticos (o «valores morales», o «constitucionales», o «progresistas»…), nuestro propósito no es quedarnos sin instrumental ético alguno; sino recabar un arsenal mejor. ¿Cuál? No seremos muy originales. (La «originalidad» no es un valor ético absoluto). En realidad, queremos solo recuperar lo que había antes de que las peroratas sobre valores proliferaran. Hace dos mil, hace quinientos, hace trescientos años nadie hablaba en ética de «valores». Hablaban del bien y del mal; de la virtud y del vicio; de principios y de medios. Eso es lo que conviene retomar.
¿Se ha fijado usted, amigo lector, en lo poco que se habla ya de las virtudes? Acude usted al colegio de sus hijos y le explican que allí propugnan una educación «en valores». «¿Qué valores?», sería legítimo que les replicase usted, «¿Cristianos?, ¿humanistas?, ¿satánicos?, ¿bursátiles?». ¡Hay tantos valores como colorines en la pizarra! Cuánto mejor sería que las escuelas retomasen la costumbre de educar en virtudes. Por ejemplo, en las cardinales (justicia, fortaleza, templanza, prudencia). O en las dianoéticas (sabiduría, entendimiento, ciencia, arte, prudencia de nuevo). Y también, claro, en las cristianas, si se trata de un centro que se denomine tal: fe, esperanza y caridad. Todos sabríamos a qué atenernos.
Tampoco se habla ya mucho de la búsqueda del bien, o de educar para distinguir el bien y el mal. ¡Suena tan tajante! ¡Cómo nos atrevemos a decir que hay cosas, sin más, buenas o malas! ¿No resulta un tanto fascista? La cháchara sobre valores parece mucho más tolerante: «Estas son las cosas que yo valoro, esas serán las tuyas; si mañana las cosas cambian, bien podríamos los dos cambiar de valores, al fin y al cabo bastaría con revalorar». (Quien valora siempre puede revisar las valoraciones, como sabe cualquier tasador). Con esto hemos apuntado ya hacia varias de las taras que exhibe la palabrería sobre los «valores éticos»; pero organicémoslas un tanto para poder combatir mejor tal faramalla:
1. Los valores tienden a ser subjetivos
Todos conocemos el mito de la caverna platónico. Según él, ascendemos desde la oscuridad por un camino tortuoso hasta que contemplamos el Bien mismo, el sol que ilumina todo con justicia. Mientras estamos atrapados en el fondo de la cueva, empero, solo vemos imágenes vacilantes, opiniones, ficciones.
A Platón, por tanto, no le importaba lo más mínimo lo que «valoramos» o «dejamos de valorar»: si estamos presos de las mentiras, nuestras valoraciones pintarán bien poco; cuando captemos el Bien mismo, lo importante es eso, que es bueno, no que lo estemos valorando nosotros más.
Con todas sus diferencias, Aristóteles, Séneca, Boecio, Santo Tomás o Leibniz conservarán sus ojos fijos también en la pregunta sobre qué es lo bueno. Ellos y otros muchos nos enseñarán cómo ir, desde las mentiras, hasta el verdadero bien.
Es solo más tarde, a partir de Immanuel Kant, que se producirá un curioso giro en el pensamiento occidental. Giro luego completado en otros dos filósofos alemanes: Max Scheler y Nicolai Hartmann. Para ellos, el bien dejará ya de ser una cosa que está ahí afuera en el mundo, real como los pájaros, el viento o la luz (con todas las diferencias que, también entre estos, hay).
Si no hay bien alguno en el mundo, ¿significa eso que no tiene mucho sentido la ética? Tal será la conclusión que extraiga, a fines del siglo XIX, Nietzsche. Pero Scheler o Hartmann se resistirán a ella, y postularán algo que les salve del precipicio nietzscheano. «De acuerdo», nos dirán, «no ‘existe’ el bien ahí afuera; pero hay otro campo de lo real (diferente a las cosas del mundo) donde sí ‘hay’ valores». Esos valores los captamos, nos aclarará Scheler, mediante «sentimientos intencionales», en vez de mediante la razón, como pensaba Platón y el resto de pensadores citados: por eso es importante «valorar». Toda la relevancia que daba el pensamiento antiguo a entender el mundo y la vida, ha pasado ahora a fijarse en cómo valoramos nosotros las cosas menos o más.
«Nadie ha logrado dar un listado de ‘valores éticos’ válido para todos»
De hecho, la idea de valor, si no venía de los grandes maestros del pasado, ¿desde dónde llegaba a esos autores como Scheler o Hartmann, que los pusieron en el centro de la moral? Basta aguzar la vista para detectar qué disciplina venía ya trabajando, tiempo atrás, la idea de «valor»: la economía. También para ella los valores no suelen estar en las cosas mismas: un vaso de agua no «vale» de por sí ni 20 céntimos ni 10 euros, sino que valdrá lo primero (o incluso menos) si te lo ofrezco junto a una fuente, mientras que costará lo segundo (o incluso más) si te lo vendo en medio de un desierto y padeces una sed descomunal. Tampoco mi casa (que yo pueblo de recuerdos) vale lo mismo para mí que para ti, recién llegado. Cualquier niño descubre, como el economista, que los valores, pues, tienen mucho de mudable al final.
Por eso los valores éticos, al no residir en las cosas mismas, sino en nuestros «sentimientos valorativos», se parecen a los valores bursátiles: pueden subir o bajar su apreciación según el momento. Pueden hacerlo incluso sin mucha conexión con ninguna realidad. Ya predijo La Celestina que las cosas «tanto valen cuanto cuestan», y ese coste varía de un vecino a otro. Los expertos en ética, claro está, intentarán resistirse a esta conclusión sobre los «valores éticos» que ellos patrocinan; pero la realidad les desmiente: nadie ha logrado dar un listado de «valores éticos» válido para todos. No debería extrañarnos, si es en algo tan lábil como los «sentimientos” (valorativos) donde intenta residir su legitimidad. Un «valor» es siempre «valor para alguien».
He aquí un buen motivo, pues, para desconfiar de una ética basada en «valores»: parece solo una estación de paso antes de que ese tren de pensamiento nos lleve a su conclusión lógica, el relativismo entre tus valores, mis valores o los de más allá. Dicho de otro modo: cuando basamos nuestra ética en «valores» la cosa se parece mucho a no tener ninguna ética fija, y esto se parece a no tener ninguna ética al final. Nietzsche estaría contento. Sin embargo, las escuelas que intentan «educar en valores» acaso no deberían estarlo tanto.
2. Los valores se quedan en lo teórico
Otro rasgo de la ética antes de que Kant la alejara de los bienes del mundo, y cundiera luego la moda esta de los valores, es que no se limitaba a decirnos qué cosas eran buenas o malas. Iba mucho más allá: intentaba acostumbrarnos a elegir las primeras y a ir abandonando las segundas. Ese hábito de ir haciendo lo bueno se llamaba virtud; el contrario, el de cultivar lo destructivo, se llamaba vicio. ¿Para qué, si no, aprender ética, sino para hacernos mejores personas?, se preguntará Aristóteles. ¿Para qué conocer el bien, sino porque así podremos mejor alcanzarlo, «como los arqueros cuando conocen su blanco»?, nos inquirirá.
Hoy, sin embargo, cuando una escuela nos promete que «enseñará valores», hemos de resignarnos a tomarle la palabra: adiestrará a nuestros hijos en eso, en saber qué tiene que apreciar, valorar, ensalzar, y qué no. Nuestro niño sabrá que ante algunas cosas (tolerancia, paz, medioambiente, resiliencia, empatía, cosmopolitismo…) deberá poner buena cara; mientras que ante otras (contundencia, fuerza, entereza, patria…) su cara habrá de expresar menos entusiasmo, o incluso algo de asquito.
«Si el único hábito que se enseña es el de ‘valorar’ (bien o mal), la ética se queda en ‘hablar de ética'»
Ahora bien, si la escuela no se propone enseñar hábitos virtuosos, si no adiestra para que lo bueno se haya hecho carne de la carne de nuestro hijo, no podremos pedirle luego peras a ese olmo. Si el único hábito que se enseña es el de «valorar» (bien o mal), la ética se queda en «hablar de ética»: nuestros jóvenes sabrán mucho de moralina; o de exhibir su propia superioridad moral (para que los demás los valoren mucho). Habrán dado toda la razón a Nietzsche: porque una moral que se queda en eso tiene bastante poco de interés ya.
Este es, pues, un segundo motivo para ir abandonando la ética de los valores, e ir tornando a la de las virtudes: ir acallando bocas de predicadores de moralismo. E ir logrando que la ética vuelva a ser como un entrenamiento en el gimnasio de la vida: algo que solo cuenta si vas acostumbrándote a levantar, con tus propios brazos, las pesas de la prudencia, las mancuernas de la justicia, las halteras de la templanza, y así acrecientas tu fortaleza moral. Quien dedica el rato a hacerse selfis, en vez de ejercitar pectorales, ha entendido mal el sentido de esa palestra. Pierde el tiempo y algún día lo lamentará.
3. La tiranía de los valores
Pese su reivindicación de los valores, ya Hartmann se dio cuenta de algo en lo que luego Carl Schmitt insistirá: cuando captamos un valor moral supremo, es tanto el aprecio que le profesaremos, que tenderemos a despreciar por completo no solo su contravalor, sino cualquier otro valor rival.
Todos lo hemos vivido. Mi amiga Puri un buen día capta el valor de lo sagrado; desde entonces, desprecia belicosa toda paciencia con quienes aún no lo saben estimar. Mi amigo Justo descubre un buen día la excelencia suma de la justicia; desde entonces, se revuelve enfurecido contra quien ensalce la clemencia o la magnanimidad. Hay jóvenes que, tras vestir como unos zarrapastrosos, se topan un buen día con la hermosura de la elegancia; desde entonces, se vuelven intransigentes ante cualquier ascetismo en el vestir o cualquier fealdad personal.
Nuestro Unamuno ya habló de esta «tiranía de las ideas», que él reputaba el más despreciable despotismo de todos. Como ya hemos dicho, además, que los valores se captan solo según el sentimiento de cada uno (un valor es siempre «un valor para alguien»), esta tiranía de los valores se convierte en una lucha emocional entre los partidarios de unos valores u otros. No se usarán quizá palos ni piedras, pero sí los medios de comunicación o el adoctrinamiento educativo para lograr lo único alcanzable cuando la ética va de «valores»: conseguir que salgan más partidarios de «mis» valores que los del contrario. La ética se ha transformado así en una batalla por engatusar.
«La sinceridad camina entre la mentira y la desfachatez; el coraje, entre la cobardía y la temeridad»
¿Hay alternativa a esta forma de ver las cosas? Si volvemos de nuevo a las viejas virtudes, Aristóteles nos recordará que todas ellas se hallan en medio de dos vicios. La sinceridad camina entre la mentira y la desfachatez; el coraje, entre la cobardía y la temeridad. Así pues, no tiene sentido dejarse llevar, tiranizado, por ningún extremo, sino que la ética consistirá en acostumbrarse a hallar equilibrios.
No debemos dejar que ningún sentimiento (ni siquiera sobre lo buena que es la sinceridad, o la valentía, o la pureza, o la justicia) nos embargue. Pues entonces casi seguro que acabaremos pasándonos de frenada, llevados por ese entusiasmo irracional. Y nuestra sinceridad se tornará en descaro; nuestro coraje, en imprudencia; nuestra pureza, en mojigatería; nuestra justicia, en frialdad. En suma: extremada, cualquier virtud nuestra se convertirá en un vicio. La persona moral, más que un esprínter, es un funambulista. No importa la velocidad ni la energía; importa llegar, entre asechanzas de caída por un lado u otro, al final del camino. A la meta. ¿Cuál? Esa donde estás tú mismo, en tu mejor versión.
Concluyamos: hemos visto que toda la charlatanería sobre «valores éticos» puede abocar, en algunos los casos, a relativistas morales; en otros, a meros moralistas; en otros casos más, a fanáticos, o a seductores empeñados en embelesar a los demás. Son motivos suficientes para ir abandonando esa farfolla y recuperar, con los viejos sabios (Aristóteles, Séneca, Santo Tomás), una educación centrada en lo bueno y virtuoso. Aunque a menudo zumbón (como en la anterior cita que de él hemos aducido), Oscar Wilde también lo tenía claro. Y por eso nos recomendó, antes de alimentar a los hambrientos o dar vestido a los harapientos, nutrir y vestir nuestra propia alma. Con virtudes. Y lo otro se nos dará, se les dará, por añadidura a los demás.